viernes, febrero 17, 2006

El entierro (Estampa)

“Se murió el defensor del jíbaro”, decían muchos. Sentado frente a la caja de imágenes que llenan las casas, y en vivo sin moverme del caserío, vi como la carreta del Josco, que ahora miraba y lloraba desde los cielos, era halada por dos bueyes que, junto a un pueblo cargando flores silvestres, caminaba por los adoquines del viejo San Juan. Sus hijos, la viuda y un pueblo lloraban la partida que, en sus estampas jíbaras describía el baquiné, sin imaginarse que el suyo sería igual. La bandera que, aunque no estaba a media asta en el país, sí lo estaba en el corazón y acompañaba al cuerpo a su morada final en manos de niños y jóvenes que aprendieron el pasado gracias al jíbaro nuestro. Peyo Mercé y Teyo García cargaban en brazos dos gallos, no para que cantaran las mañanitas en su cumpleaños, sino para que cantaran huecamente la partida del defensor del jíbaro. Las paredes del viejo San Juan y la vista del océano fueron fieles testigos de la entrada al aposento: el cementerio que guardaría sus restos mortales. El terrazo de los perros y el bagazo. Y habló el despedidor de duelos, don Procopio, que con su traje negro de fúnebre y sombrero de copa lloraba al defensor jíbaro. - Mi amigo me había anticipado en vida que yo me encargaría de despedir su duelo – se ahogaba en llanto y continuaba diciendo. – Don Abelardo murió físicamente, pero nunca espiritualmente en cada corazón de aquellos que amaron su apasionada obra y su trayectoria terrenal. El ataúd bajaba lento. La tarde caía. El mozambique volaba al horizonte. Un aplauso unísono sellaba el baquiné y a lo lejos Abelardo decía: “El que no defienda a nuestro jíbaro puertorriqueño se puede ir para las ventas del carajo...”

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