domingo, abril 08, 2007

La sombra

Había tomado la pluma fuente entre sus dedos y comenzado a escribir los primeros versos cuando sintió un escalofrío en su espalda. Llevaba puesto su hábito de monja cuando el viento que entró lo hizo levantarse dejando al descubierto su piel sudada. Hidelgarda rapidamente bajó el mismo y continuó escribiendo su poesía.
Las monjas del convento la querían mucho. Sus aires de libertad eran admirados por todos tanto allí como en las tierras cercanas. Era la madre y amiga de todas las monjas. Creció en aquellas paredes desde el momento en que fue recogida por Jutta de Spouheim, una buena mujer que se hizo cargo de élla tras la muerte de su madre a temprana edad. Hidelgarda amaba a Jutta como una vez amó a su madre. En quella noche le escribía unos versos de agradecimiento a la mujer que le enseñó a ser fuerte como hombre y amorosa como mujer.
No todos querían a la gran Hildelgarda de Bingen. Para aquellas fechas Federico I se había aferrado a su poder y había tomado la mala decisión de nombrar cuatro Papas a la Iglésia. Esto había causado revuelo con las decisiones que se tomaban ya que los Papas no se ponían de acuerdo. Hidelgarda comenzó una cruzada en contra de las malas prácticas de Federico I lo que causó que éste la detestara aún sabiendola mujer de la Iglésia.
Se prestaba a escribir el último verso cuando entró la beduina. Natiel había llegado al templo el día que fue rescatada por Hidelgarda de las garras de los lobos en los bosques cercanas al convento. La beduina se encontraba haciendo un rito a uno de sus dioses cuando unos lobos rabiosos la emprendieron contra ella. Hidelgarda, que se paseaba por el lugar, se puso frente a las fieras salvajes y las mismas al verle su coraje en los ojos huyeron despavoridas. Tomó a la beduina en los brazos y la llevó al covento para lavarle sus heridas. Desde entonces Natiel está al servicio de la gran Hidelgarda.
Su rostro no tenía color. Estaba blanco como un papel. Entró sucia, sudada y con los ojos llenos de miedo.
- ¿Qué ocurre Natiel?
- La sombra ha regresado Hidelgarda.
La sobra había regresado e Hildergarda sabía que eran malos los augurios. La última vez que la sombra había aparecido murieron miles de hombres en combate. Muchas mujeres tuvieron que dejar las tiendas del mercado y las tierras de cultivo para ingresar al ejercito y servir de apoyo a los hombres y el estado. Ahora volvía la sombra y eso preocupada a Hildergarda, pues no había guerra.
- ¿Dónde la vieron?
- Cerca de la entrada del convento, mi señora.
- No me llames tu señora Natiel. Soy tu amiga. – Caminó hasta la ventana de su habitación y preguntó: - ¿Desde cuándo han visto a la sombra por estos lares?
- Desde unos tres días Hidelgarda.
Hildegarda sonrió al escuchar a Natiel llamarla por su nombre. Pero, su corazón palpitó de prisa. Sintió un miedo enorme en su interior y decidió bajar al jardín interior del convento.
Caminó de un lado al otro sin detenerse. Miraba hacía las habitaciones de arriba. Miraba cada rincón escondido del convento. Cada cuarto, cada esquina y no encontraba respuesta a la visita de la sombra.
- Estas preocupada al igual que nosotras, – le dijo Natiel.
- Si lo estoy, querida amiga, las leyendas dicen que la sombra viene a llevarse a aquellos que más falta les hacen en su reino. En el reino de las sombras. Pero, ¿qué busca en las paredes de este convento? ¿A quién necesita en su mundo?
- ¿Es feo ese mundo de las sombras? – preguntó la beduina.
- La leyenda dice que el mundo de las sombras está lleno de escogidos para asegurar el balance de justicia en el mundo. No es un lugar malo, pero nadie espera llegar allí tan pronto sin terminar de cumplir su misión en la tierra.
En esos momentos un grito ensordecedor llenó el convento. Todas las monjas corrieron a ver qué ocurría. Al llegar al lugar una de las monjas yacía en el suelo con ojos llenos de temor. La sombra, según pudo pronunciar antes de partir al mundo de los muertos, le había hablado. Le dijo que venía por aquella mujer que tantos adoraban. Por aquella que una vez se escapó de sus manos y que consideraba la gran mujer de hierro.
Todas las monjas y la beduina miraron a Hidelgarda.
- No dejaremos que te haga daño, amiga. Todas estarémos aquí para protegerte.
Rodearon a Hildergarda con sus cuerpos. De repente un viento helado comenzó a soplar por todos lados. Hildergarda comenzó a orar en voz alta, sudaba más que nunca. Pidió a Jutta y a su madre que la cuidaran desde el cielo mismo. Repentinamente todo se hizo silencio. Una sombra comenzó a acercarse al grupo de mujeres. Acarició los rostros de cada una de éllas dejando a Hidelgarda en último lugar. La tomó de la mano y sin poder resistirse la hizo caminar hasta el centro del jardín. La sombra se arrodilló, besos los pies de Hildergarda y se puso de pie. Le pidió nuevamente su mano y comenzó a caminar hacía la salida. La paró frente a la puerta del conventó. Le susurró en el oido y besó su mejilla.
La sombra caminó nuevamente al grupo de mujeres. Tomó la mano de la beduina y caminó con ella a las afueras del convento. Hidelgarda dejaba caer una lágrima mientras despedía a su amiga beduina.
Durante el día, en cada hora de luz de la edad media, la gran Hildelgarda de Bingen predicaba en nombre de la libertad.
Al cruzar el umbral de la puerta, cada noche, se sentaba en un banco cerca de la entrada del convento a esperar a que la sombra viniera por ella como una vez se lo prometió con susurros en el oido.