viernes, julio 22, 2022

El troll y el ogro

 

Jesús y Marsol se habían conocido viviendo bajo un puente cerca de la zona de Rio Piedras. El primero tendría unos 19 años recién cumplidos y el segundo unos veintitantos.

Jesús era ponceño, pero estudiaba en la Universidad de Puerto Rico. Su madre lo hacia residiendo en una de las casas de estudiantes cerca del recinto, pues él nunca le había comentado que dormía en las calles. No quería darle preocupaciones a su mamá con eso del dinero para pagar, así que dormía allí y allá cada vez que podía. La universidad la pagaba la beca Pell Grant y con el residual pagaba la comida del semestre que, por lo general, eran unas sopas Maruchán de pollo y algún pedazo de pan viejo acompañados con una Pepsi o una Malta India.

Marsol, por su parte, había llegado al área desde Santa Isabel. Según él, había estado nadando y en un descuido se lo llevó una corriente que lo lanzó al otro lado de la Isla. Jesús pensaba que estaba loco, pero la verdad es que Marsol tenía un olor a pescado que solo él se lo aguantaba. Incluso, llegó a pensar en cierta ocasión de que él era algún tipo de raza alienígena por como respiraba. Marsol no era de mucho comer: unas cuantas hojas de aquí y un par de sorbos de agua de allá eran suficientes para mantenerlo con energía.

Su cuerpo era delgado y su piel de un tono grisáceo, como el que tienen los indios de la India, que parecen hechos de un tipo raro de material, pero cuando los miras bien te das cuenta de lo perfecta que es su piel. Así era la de Marsol, rara pero perfecta. Su abdomen estaba marcado, según él, por su habilidad para el nado. Decía que para nadar tienes que mover todos los músculos del abdomen mientras lo mantienes lleno de aire. “Como los peces globos”, se reía cuando hacia esa comparación. Tenía los cabellos largos hasta los hombros y sus risos eran como un macramé, como esos que tienen las abuelas en una esquina de la casa. Jesús pensaba que era lindo. Nunca se lo dijo, pero lo pensó muchas veces.

A Marsol no le caía bien Jesús. Lo consideraba un burlón. Siempre buscaba alguna manera de burlase de él ya fuera describiéndolo o mofándose de su manera de caminar. Porque Marsol caminaba con el culo chupado hacia dentro, como si lo jalaran por la tripa del ombligo. Eso le parecía chistoso a Jesús y no perdía la oportunidad de hacérselo saber con bromas y chistes.

Por su parte, Jesús pensaba que Marsol era un ogro. Pocas veces se sonreía, lindo, pero ogro. Tenía una dentadura perfecta que si fuera un verdadero ogro verde podría comerse a Jesús de un solo mordisco.

Habían pasado una semana juntos durmiendo bajo el puente. Jesús en un recoveco cerca de donde terminaba una de las columnas para cubrirse de la brisa. Marsol a la intemperie. Casi nunca se hablaban. No hasta la noche que Jesús vio a Marsol masturbarse, desnudo completamente, bajo la luz de la luna llena, cuando todavía ésta existía y las noches eran de baños de luz y estrellas.  

Era perfecto. Su sombra parecía un mismísimo dios griego. Su verga larga era impresionante. Jesús se acercó de manera sigilosa, pero Marsol se había dado cuenta y se puso justo en frente de él. Puso su miembro cerca de su cara y Jesús abrió la boca que fue llenada de inmediato. Marsol lo puso de pie, lo viró de espaldas y le introdujo todo aquello con una fuerza que nunca había sentido. Se movía como un mismísimo pez en el agua y no paró hasta llenarlo de sus líquidos. Jesús solo gemía de placer mientras que pedía más de aquella montuosidad. Marsol lo hizo suyo dos veces aquella noche hasta quedarse dormidos, desnudos, uno al lado del otro.

En la mañana, Marsol ya había desaparecido. Jesús jamás volvió a saber de él a pesar de que lo ha buscado por mar y tierra. El tipo no tiene redes sociales ni nadie lo conoce en el pueblo de donde dijo que era. Al menos nadie lo conoce por ese nombre, aunque muchos le han dicho que han visto a un hombre nadar hacia mar a dentro en las noches y gritar hacia la inmensidad del océano como si estuviera buscando algo o a alguien.  

viernes, julio 15, 2022

Lluvia

 Por: Norman Joel de Jesús


El pueblo se había reunido en las distintas plazas públicas, tal como lo había dicho Mafe. Ella alzó las manos al cielo y comenzó a hablar en un lenguaje que nadie entendía. Se había hecho famosa un tiempo atrás cuando apareció hablando alienígena en una de sus historias de Facebook. Desde entonces un grupo de apendejados la seguía como si realmente fuera la escogida para llevarlos a la salvación. Sin embargo, ella practicaba la misma pendejada de los pseudo apóstoles cuando hablan en lenguas o igual que la bruja del barrio Ollas, allá en Santa Isabel, que se comunicaba con los muertos en un portugués mal pronunciado, porque todos los muertos hablan igual, como si estuvieran borrachos o drogados. Mafe no era diferente. Seguía el mismo libreto que le gustaba a la gente. La idea de saber algo que nadie más sabe, pero que ella tiene ese poder de entender.

"Hagamos una conexión astral. Ustedes me aman. Yo los amo a todos. Abran sus mentes y dejen que Trina entre a su mundo", decía justo antes de comenzar a hablar alienígena y terminaba con un magistral, "ella es mágica”. Y sí que lo era. Todos seguían a la señora sin preguntar, apendejados ante ella.

Alzó las manos al cielo y pidió que todos hicieran lo mismo. Les explicó que esa conexión astral traería la lluvia que tanto ansiaban. Que los marcianitos estaban triste por el ser humano y que ellos traerían lo que tanto anhelaban. Siguió con las manos hacia arriba, mientras que movía la boca, como un muñeco de esos que les metes la mano por detrás, pero sin que saliera sonido de su boca. Así permaneció hasta que la última persona se fue de allí sin que nada pasara.

Se quedó petrificada al verlo pasar. Ikú se levantó erguido delante de ella. Su cuerpo musculoso y su rostro esqueletal eran dignos de mirar, como macho feroz de la naturaleza que busca su presa, la miró fijamente a los ojos. Se podían contar los músculos marcados en su abdomen, su pinga venosa estaba al descubierto y reposaba sobre sus dos pelotas perfectamente redondeadas y peludas. Sus nalgas, también, eran exactas y su espalda de guerrero se anchaba en los hombros y disminuía en la cintura. Sus piernas eran gruesas, como las de caballos salvajes, de esas que parecen talladas sobre un tronco de ceiba o de un pedazo de piedra de mármol fría. Su tez era azabache, ese negro profundo brillante, del color de la muerte misma cuando te lleva en brazos y que todos llaman la luz del túnel. Allí estaba él mirándola de manera fija a los ojos. Ella lo confundió con una nube negra (estaba segura de que lo era). Él abrió su boca y dejó caer una gota de su saliva fría que cayó lentamente, como gota de lluvia, hasta su boca. Ella lloró de alegría pues había logrado verlos (a los alienígenas) y ellos habían hecho llover sobre sí, hasta ahogarla en un suspiro. Él la agarró de la mano y se la llevó al próximo universo.

Minutos antes él había visitado a Wanda Rolón, y antes a Vevé, y antes a Roberto González, y antes a Pedro Pierluisi. Al pueblo le queda un par de días más de puro infierno en medio de una noche de verano. ¡Bienaventurados, porque ellos, aquella tarde, no habían sido invitados a la cena del señor!

jueves, julio 07, 2022

Cena en tres tiempos

Tiempo 1

Magda puso de fondo una canción de Ednita Nazario mientras preparaba el arroz con pollo y las habichuelas guisadas con bolitas de plátano que tanto le gustaban. Aunque, por las fechas festivas, lo ideal era el lechón asado y el arroz con gandules, el pollo y las habichuelas sería el platillo perfecto para el reencuentro con Chuito. El secreto de las habichuelas no eran las bolitas. Era el sofrito que ella misma hacia con la receta de su mamá. Ese sofrito era como una pócima mágica de amor como las que hacían las brujas de Guayama antes de ser tierra de dioses. Unas hojas de reca’o y unos dientes de ajo eran la combinación ideal. El secreto para unas bolitas de plátano perfectas era echarlas justo cuando comenzaba a hervir las habichuelas y antes de echarle la salsa de tomate.

Ednita cantaba a to’ galillo “si el volviera que haría yo, si jamás logre arrancármelo” y Magda se engalillaba igual (o casi igual) (o nada de que ver con la voz de Ednita, sino de esas voces baratas de noche de Karaoke). Movía las manos como actriz de teatro comunal. Se había pintado los labios y mientras cantaba pasaba su lengua por los dientes delanteros para quitarse las manchas del labial que le quedaban de tanta mueca (o ella pensaba que le quedaban esas manchas, pero realmente era una manía mala que había adquirido de las veces que José le decía lo mal que se veían las mujeres pintadas). Pero, esta cena de año nuevo la hacia sentir más mujer que nunca. Esa mujer que José nunca la hizo sentir. Esa mujer libre de prejuicios propios por la edad o por las arrugas o por las tetas caídas o por su vulva estirada. Nada de eso le importaba con Chuito o con cualquier hombre del futuro, porque ella estaba dispuesta a vivir muchos años más, como su abuela Celsa María que murió a los 118 años, y esos años extras los viviría apasionadamente.  

Tocaron a la puerta y ella se tomó su tiempo en abrir. No quería verse desesperada, aunque a su edad ya nada era rápido porque los huesos no lo permitían. Cuando llegó frente a la puerta se arregló la blusa y se abrió los dos botones de arriba para dejar escapar parte de sus tetas.

Chuito se la comió con un beso apasionado, mientras que Ednita cantaba “como antes, cuando fuimos dos amigos, dos amantes”.

 

Tiempo 2

            El arbolito de navidad decoraba el comedor. No lo había puesto desde aquellas navidades después del huracán Fiona. Para qué lo hubiese hecho si la electricidad hubiese jodido las bombillitas de colores, y nunca las volvió a poner hasta hoy, porque no le daba su puta gana de pagarle a LUMA los 25 dólares que habían añadido a la factura de la electricidad para solventar una deuda que ella no había creado. Ella y el pueblo sabían que se los habían robado los populares y los penepés, pero, también sabían que el pueblo estaba secuestrado por politiqueros que se llenaban los bolsillos y por gringos que, cada día, se adueñaban más de lo poco que quedaba del país. Solo quedaba protestar o aguantarse y esa noche ella no quería pensar en esas pendejadas y, como protesta a ella misma y a su vida anterior, había decidido montar el arbolito y prenderlo.

            Magda sirvió la comida y platicaron de los últimos acontecimientos ocurridos. Ambos coincidieron que si morían ese mismo día sería la muerte más hermosa que hayan tenido dos amantes. Chuito le agarró las manos y las besó.

            Ella se levantó y fue a la cocina a traer el postre. Un vaso de arroz con leche y unas galletas de cajetas. La receta se la había copiado a un amigo mexicano que vendía comida en un camión en Tampa. Lo había visitado y se había enamorado de aquellos sabores que, aunque no eran típicamente puertorriqueños, si eran riquísimos.

            “Otro día te preparo unos tamales de yuca que aprendí a hacer con él”, le dijo a Chuito, “son yuca majada con pollo envueltos en una hoja de la mazorca de maíz y cocinados al vapor”. Chuito solo pensaba en envolverla a ella con sus manos y comérsela en medio de la calentura y el sudor de las sábanas.

            El postre lo deleitaron con una música de fondo en la voz de Chayanne. “y si nos quedara poco tiempo… si mañana acaban nuestros días”, cantaban con pasión mirándose a los ojos con picardía. Justo cuando Magda susurraba para ella misma con los ojos cerrados “y si no pudiera hacerte más el amor” sintió los brazos de Chuito alrededor de su cintura y sus besos recorrer su pecho mientas que ella se ahogaba en un suspiro.

 

Tiempo 3

            Él sabia lo que a ella le gustaba, así que no terminó y la hizo esperar un rato más. Hablaron de las navidades pasadas. De cuando eran niños y buscaban los regalos de Santa Cló o los Reyes bajo el arbolito. Compartieron anécdotas graciosas como aquella donde él, cuando vivía con su mamá en el caserío, había pedido un carrito de control remoto, pero se le cayó el mismo día desde el tercer piso. O aquella muñeca que la mamá de ella le había cocido a manos y se la había dejado debajo de la cama. Rieron. Lloraron. Se emocionaron.

            Chuito se acerca un poco más a ella y estirando la agarra el cordial. Esa bebida ligera que entona el estómago después de una cena. Se lo lleva a la boca y da un trago largo para mojarse la garganta. Luego le pasa la lengua a Magda por sus tetas y sigue bajando hasta el ombligo. Ella no pone resistencia, se deja llevar al ritmo de la canción de Bad Bunny y Drake.

            Él la tira sobre la mesa, ya limpia de trastes y dispuesta a servir de cama, y se pone sobre ella. Se mueve lentamente hasta llenarla completa. Ella se pierde en un mundo de sensaciones, como aquella primera vez hace poco más de seis semanas, y los recuerdos de una noche de pasión la hacen sonreír de placer. Se oye en el fondo “te toco y hasta el mundo deja de girar; a nosotros ni la muerte nos va a separar” en la voz del conejo malo.

            La agarra de la cintura y la voltea. Le deja caer toda la leche caliente sobre la espalda hasta bajar por las caderas huesudas por la edad, pero que siguen dándole ese cuerpo perfecto de la mujer que había sido en su juventud. El la besa, nuevamente, con pasión mientras se escucha un “dile que tu eres mía” y ella asienta con una mirada de amor que nunca antes había experimentado. 



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lunes, julio 04, 2022

La vieja y el puto

 Por: Norman de Jesús

    La última actualización la había dado Susan en las noticias de las diez de la noche: estas serían las ultimas Navidades, pues el próximo verano sería el fin del mundo. El pastor Abraham también lo había comentado en el culto de la semana pasada: “Ya no hay vuelta atrás, hermanos. El tiempo ha llegado y el mundo tal como lo conocemos habrá de dejar de existir. La tierra será destruida con fuego y solo los puros serán llevados hasta la presencia del señor. Porque lo dice el Apocalipsis, que la muerte llegará desde el cielo y arrasará con toda carne. El día del rapto habrá de llegar”.

He vivido mis 83 años tal como lo manda la iglesia. Siempre le he sido fiel a cada uno de los fundamentos del cristianismo. Desde la muerte de José me he quedado sola, porque bien lo dice la palabra del señor “que el matrimonio es solo uno y para la eternidad”. Dios lo había escogido para mi aquí en la tierra y, después de la muerte, habríamos de encontrarnos en el cielo.

Pero, desde el anuncio de Susan el miedo ha llenado mi corazón. ¿O será cierta rabia de saber que he dejado de vivir por algo que no estoy segura vaya a pasar? ¿Y quién me asegura que soy una de las elegidas para subir al cielo? ¿Y quién no me dice que voy a morir quemada en las llamas, sufriendo, cuando caiga el enorme asteroide "153814-2001-WN5" sobre nosotros en siete u ocho meses?

He decidido hacer lo que debía haber hecho hace muchos años atrás. Puse en la radio “Feliz Navidad” de José Feliciano, esa canción que tanto odio por repetir una y otra vez un estribillo en español e inglés. Sin embargo, esa satisfacción de poder odiar algo me llenó de esa energía que necesitaba. Fui a la Farmacia San Agustín y me compré un rubor y un lápiz labial rojo intenso, o como decía mi marido, “rojo puta”. Entré a Capri y me compré una blusa de esas escotadas y unos mahones apreta’os con huecos por donde quiera, de esos que usan las chamacas de ahora y que yo tanto criticaba desde mi posición de escogida de dios. La cajera me miró con cierta cara de sorpresa y le sonreí con una picardía que ella entendió enseguida y me devolvió la misma expresión.

Me casé muy joven con mi novio de los catorce años. El hijo de uno de los pastores de una iglesia protestante del barrio. Mi primer y único novio, pues a partir de entonces, por lo enamorada que estaba de él, comencé a ir a la iglesia y conocer la palabra del señor. Mi familia no era cristiana. No iba a la iglesia. Así que pasaba más tiempo con la familia de José que con la mía propia. Para su familia, la mía estaba pérdida y yo era quien podría salvarlos con ayuno y oración. José fue mi sustento hasta el día de su muerte. Aunque, ahora que lo pienso, que bueno se haya ido ese hijo de puta primero que yo. Nunca me dejó cortarme el pelo, peinarme con moños altos, usar maquillaje o ropa que me llegará más arriba de la rodilla. “Esas cosas no son de dios”, decía el muy cabrón. Pero ¿y su amante lo era? “El viejo testamento dice que los hombres pueden tener segunda esposa cuando lo crean necesario”, y yo digo putas el viejo testamento y putas José que espero esté quemándose en las pilas del infierno.

Además, ya he estado a punto de morir dos veces. Cuando el huracán María pasó hace 10 años atrás por la Isla y arrasó con todo pensé que moriría ahogada como los más de cuatro mil que el gobierno trató de ocultar. O cuando las fiebres me quemaron los huesos por el Covid-19. Ese año pensé que me iba con los más de seis mil que no lo lograron. Pero, no, aquí me había dejado el señor pasando castigos que no me correspondían. Y está vez no voy a perder la oportunidad, no vaya a ser que a la tercera sea la vencida.

Tomé unas tijeras para coser, de esas viejas ya sin filo, y me corté el pelo hasta las orejas. En la tienda del dólar (que no hay nada de ese precio, pero se llaman así, otra mentira más en mi vida) me había comprado un aerosol de esos de colores, de los que se usan en Halloween, y me pinte rayitos amarillos pollito. Me pinté los labios, me puse perfume, mi blusa escotada que dejaba al descubierto la mitad de mis tetas y el mahón con una rodilla y medio muslo por fuera. Me monté en el carro, un Nissan viejo del 1995 que tenía desde que parí a Marianita, y puse la radio en una emisora FM por primera vez. No reconocí la voz del locutor, pero hacia chistes colora’os sobre lo que debía ser el fin del mundo. Reí un poco. La cambié a una de merengue y bachata y bajé el cristal para que, mientras manejaba calle abajo, pudiera sentir el aire en mi cara y que la música que, por primera vez no era de alabanzas, impregnara mi ambiente.

Manejé hasta Ponce. No quería que nadie me viera en Santa Isabel. Además, en Santa Isabel no hay calles con putos. En Ponce sí. En Ponce los vez caminar por la calle, detrás del parque Dora Colón o detrás de la escuela justo enfrente del parque, pidiendo un par de pesos mientras te enseñan los guevos desde la distancia. Pasé unas tres veces mirando a un moreno alto, flaco, musculoso. Se había parado detrás del poste de la luz, en las sombras, y cada vez que pasaba me mostraba aquella monstruosidad de bicho parado. Fue la cuarta vez que me detuve. Me preguntó “qué busca doñita, yo le voy a to’as” y se montó en el carro que estaba casi en movimiento. No hablamos por casi media hora de manejo.

Me dijo que conocía un monte cerca del Hospital de Veteranos, por donde está la Guancha, pero luego me miró y me dijo que “no creo que usted sea pa’ chichar en los montes”. Y tenía razón, no soy de hacerlo en los montes ni en cualquier sitio de mala muerte. Fuimos al Ponce Hilton y alquilé una de las habitaciones más caras. José había dejado dinero para mis gastos y, total, el mundo se estaba acabando. Era dárselo a la iglesia en diezmos o gastármelo en lo ٗúltimo que realmente salía de mis ganas hacer. Ese muchacho, en su puta vida, había estado en un hotel así.

Entramos a la habitación. Me dijo que iba a darse un baño, pero le dije que no. Que yo quería que oliera a calle, a macho. Se sonrió y me dijo que estaba bien. Se quitó la ropa y se acostó en medio de la cama con sus bolas al aire. Yo me quité, con cierta delicadeza, cada una de mis prendas de ropa y las iba acomodando en una mesa, mientras que él me observaba y decía, una que otra vez, algún piropo cafre e innecesario. Cuando terminé me acosté a su lado y allí permanecí unos minutos en silencio. Él puso la radio con una canción de Bad Bunny de fondo.

Se volteó y metió su dedo en mi vulva. Lo movió lentamente hasta alcanzar mi clítoris y, seguido, comenzó a moverlo con más fuerza. Sentí un vacío, de esos que hacen perder la noción del tiempo, era la primera vez en mi cabrona vida que sentía esa sensación de placer. Una lagrima bajó por mi rostro por cierta satisfacción. El beso mis tetas y fue bajando hasta poner su boca en mi vulva y comenzó a mover su lengua y fue entonces que entendí que el universo habla de distintas maneras y que el sexo es una de ellas. Agarré su cabeza y la apreté sobre mi cuerpo mojado en estasis. Me moví y comencé a chuparle su miembro hasta hacerlo retirar mi cabeza de él, pues “casi me vengo”, me dijo. Me beso en los labios con pasión y me volte’ó para ponerme en cuatro. Lentamente introdujo su monstruosidad dentro de mí y chocó sus bolas contra mis nalgas hasta venirse. “Me quiero venir dos veces contigo”, me dijo, “ven, méteme el deo” y se puso boca arriba con las piernas al aire. Introduje mi dedo en él y comencé a masajearle el culo mientras él se hacía una paja. Sus ojos se llenaron de un brillo que no había visto antes y explotó en una corriente de leche fresca que bajaba todo su musculoso abdomen. Me sonrió y dijo “ya”. Yo me volteé hacia la izquierda y permanecimos acostados un rato. Mientras en la radio sonaba, otra vez, “Feliz Navidad” de José Feliciano.

̶ Tenemos este cuarto hasta mañana ̶ , le dije.

̶ A mí nadie me espera, doñita.

Saqué cien dólares de mi cartera y los puse sobre la mesa de noche. “Son tuyos”, le dije mientras le acariciaba el cabello. “Déjalos ahí. No hay prisa, esta noche soy tuyo”. Saqué un mazo de cartas españolas y jugamos un par de manos. Un juego de azar no me hará más pecadora de lo que he sido hoy, me dije a mi misma.

̶ ¿Cómo te llamas?

̶ Me dicen Chuito, ¿y tú?

̶ Magda ̶ , respondí. Al fondo sonaba, otra vez, Feliz Navidad como si el mundo o dios o José me dijeran algo al oído. Sonreí.



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