lunes, julio 04, 2022

La vieja y el puto

 Por: Norman de Jesús

    La última actualización la había dado Susan en las noticias de las diez de la noche: estas serían las ultimas Navidades, pues el próximo verano sería el fin del mundo. El pastor Abraham también lo había comentado en el culto de la semana pasada: “Ya no hay vuelta atrás, hermanos. El tiempo ha llegado y el mundo tal como lo conocemos habrá de dejar de existir. La tierra será destruida con fuego y solo los puros serán llevados hasta la presencia del señor. Porque lo dice el Apocalipsis, que la muerte llegará desde el cielo y arrasará con toda carne. El día del rapto habrá de llegar”.

He vivido mis 83 años tal como lo manda la iglesia. Siempre le he sido fiel a cada uno de los fundamentos del cristianismo. Desde la muerte de José me he quedado sola, porque bien lo dice la palabra del señor “que el matrimonio es solo uno y para la eternidad”. Dios lo había escogido para mi aquí en la tierra y, después de la muerte, habríamos de encontrarnos en el cielo.

Pero, desde el anuncio de Susan el miedo ha llenado mi corazón. ¿O será cierta rabia de saber que he dejado de vivir por algo que no estoy segura vaya a pasar? ¿Y quién me asegura que soy una de las elegidas para subir al cielo? ¿Y quién no me dice que voy a morir quemada en las llamas, sufriendo, cuando caiga el enorme asteroide "153814-2001-WN5" sobre nosotros en siete u ocho meses?

He decidido hacer lo que debía haber hecho hace muchos años atrás. Puse en la radio “Feliz Navidad” de José Feliciano, esa canción que tanto odio por repetir una y otra vez un estribillo en español e inglés. Sin embargo, esa satisfacción de poder odiar algo me llenó de esa energía que necesitaba. Fui a la Farmacia San Agustín y me compré un rubor y un lápiz labial rojo intenso, o como decía mi marido, “rojo puta”. Entré a Capri y me compré una blusa de esas escotadas y unos mahones apreta’os con huecos por donde quiera, de esos que usan las chamacas de ahora y que yo tanto criticaba desde mi posición de escogida de dios. La cajera me miró con cierta cara de sorpresa y le sonreí con una picardía que ella entendió enseguida y me devolvió la misma expresión.

Me casé muy joven con mi novio de los catorce años. El hijo de uno de los pastores de una iglesia protestante del barrio. Mi primer y único novio, pues a partir de entonces, por lo enamorada que estaba de él, comencé a ir a la iglesia y conocer la palabra del señor. Mi familia no era cristiana. No iba a la iglesia. Así que pasaba más tiempo con la familia de José que con la mía propia. Para su familia, la mía estaba pérdida y yo era quien podría salvarlos con ayuno y oración. José fue mi sustento hasta el día de su muerte. Aunque, ahora que lo pienso, que bueno se haya ido ese hijo de puta primero que yo. Nunca me dejó cortarme el pelo, peinarme con moños altos, usar maquillaje o ropa que me llegará más arriba de la rodilla. “Esas cosas no son de dios”, decía el muy cabrón. Pero ¿y su amante lo era? “El viejo testamento dice que los hombres pueden tener segunda esposa cuando lo crean necesario”, y yo digo putas el viejo testamento y putas José que espero esté quemándose en las pilas del infierno.

Además, ya he estado a punto de morir dos veces. Cuando el huracán María pasó hace 10 años atrás por la Isla y arrasó con todo pensé que moriría ahogada como los más de cuatro mil que el gobierno trató de ocultar. O cuando las fiebres me quemaron los huesos por el Covid-19. Ese año pensé que me iba con los más de seis mil que no lo lograron. Pero, no, aquí me había dejado el señor pasando castigos que no me correspondían. Y está vez no voy a perder la oportunidad, no vaya a ser que a la tercera sea la vencida.

Tomé unas tijeras para coser, de esas viejas ya sin filo, y me corté el pelo hasta las orejas. En la tienda del dólar (que no hay nada de ese precio, pero se llaman así, otra mentira más en mi vida) me había comprado un aerosol de esos de colores, de los que se usan en Halloween, y me pinte rayitos amarillos pollito. Me pinté los labios, me puse perfume, mi blusa escotada que dejaba al descubierto la mitad de mis tetas y el mahón con una rodilla y medio muslo por fuera. Me monté en el carro, un Nissan viejo del 1995 que tenía desde que parí a Marianita, y puse la radio en una emisora FM por primera vez. No reconocí la voz del locutor, pero hacia chistes colora’os sobre lo que debía ser el fin del mundo. Reí un poco. La cambié a una de merengue y bachata y bajé el cristal para que, mientras manejaba calle abajo, pudiera sentir el aire en mi cara y que la música que, por primera vez no era de alabanzas, impregnara mi ambiente.

Manejé hasta Ponce. No quería que nadie me viera en Santa Isabel. Además, en Santa Isabel no hay calles con putos. En Ponce sí. En Ponce los vez caminar por la calle, detrás del parque Dora Colón o detrás de la escuela justo enfrente del parque, pidiendo un par de pesos mientras te enseñan los guevos desde la distancia. Pasé unas tres veces mirando a un moreno alto, flaco, musculoso. Se había parado detrás del poste de la luz, en las sombras, y cada vez que pasaba me mostraba aquella monstruosidad de bicho parado. Fue la cuarta vez que me detuve. Me preguntó “qué busca doñita, yo le voy a to’as” y se montó en el carro que estaba casi en movimiento. No hablamos por casi media hora de manejo.

Me dijo que conocía un monte cerca del Hospital de Veteranos, por donde está la Guancha, pero luego me miró y me dijo que “no creo que usted sea pa’ chichar en los montes”. Y tenía razón, no soy de hacerlo en los montes ni en cualquier sitio de mala muerte. Fuimos al Ponce Hilton y alquilé una de las habitaciones más caras. José había dejado dinero para mis gastos y, total, el mundo se estaba acabando. Era dárselo a la iglesia en diezmos o gastármelo en lo ٗúltimo que realmente salía de mis ganas hacer. Ese muchacho, en su puta vida, había estado en un hotel así.

Entramos a la habitación. Me dijo que iba a darse un baño, pero le dije que no. Que yo quería que oliera a calle, a macho. Se sonrió y me dijo que estaba bien. Se quitó la ropa y se acostó en medio de la cama con sus bolas al aire. Yo me quité, con cierta delicadeza, cada una de mis prendas de ropa y las iba acomodando en una mesa, mientras que él me observaba y decía, una que otra vez, algún piropo cafre e innecesario. Cuando terminé me acosté a su lado y allí permanecí unos minutos en silencio. Él puso la radio con una canción de Bad Bunny de fondo.

Se volteó y metió su dedo en mi vulva. Lo movió lentamente hasta alcanzar mi clítoris y, seguido, comenzó a moverlo con más fuerza. Sentí un vacío, de esos que hacen perder la noción del tiempo, era la primera vez en mi cabrona vida que sentía esa sensación de placer. Una lagrima bajó por mi rostro por cierta satisfacción. El beso mis tetas y fue bajando hasta poner su boca en mi vulva y comenzó a mover su lengua y fue entonces que entendí que el universo habla de distintas maneras y que el sexo es una de ellas. Agarré su cabeza y la apreté sobre mi cuerpo mojado en estasis. Me moví y comencé a chuparle su miembro hasta hacerlo retirar mi cabeza de él, pues “casi me vengo”, me dijo. Me beso en los labios con pasión y me volte’ó para ponerme en cuatro. Lentamente introdujo su monstruosidad dentro de mí y chocó sus bolas contra mis nalgas hasta venirse. “Me quiero venir dos veces contigo”, me dijo, “ven, méteme el deo” y se puso boca arriba con las piernas al aire. Introduje mi dedo en él y comencé a masajearle el culo mientras él se hacía una paja. Sus ojos se llenaron de un brillo que no había visto antes y explotó en una corriente de leche fresca que bajaba todo su musculoso abdomen. Me sonrió y dijo “ya”. Yo me volteé hacia la izquierda y permanecimos acostados un rato. Mientras en la radio sonaba, otra vez, “Feliz Navidad” de José Feliciano.

̶ Tenemos este cuarto hasta mañana ̶ , le dije.

̶ A mí nadie me espera, doñita.

Saqué cien dólares de mi cartera y los puse sobre la mesa de noche. “Son tuyos”, le dije mientras le acariciaba el cabello. “Déjalos ahí. No hay prisa, esta noche soy tuyo”. Saqué un mazo de cartas españolas y jugamos un par de manos. Un juego de azar no me hará más pecadora de lo que he sido hoy, me dije a mi misma.

̶ ¿Cómo te llamas?

̶ Me dicen Chuito, ¿y tú?

̶ Magda ̶ , respondí. Al fondo sonaba, otra vez, Feliz Navidad como si el mundo o dios o José me dijeran algo al oído. Sonreí.



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