viernes, julio 14, 2006

Siete horas

Corrió sin detenerse ni mirar atrás. Dejando en las sombras de la noche a su verdugo. Dejando atrás su virginidad perdida en una sábana de fango y grama , y con la sola imagen del anillo en la mano del hombre que la había desgraciado. Sintió un escalofrío en la espalda que la hizo detenerse en seco.
Volvió al parque y se acostó en el mismo lugar. Ahora lleno de fango, grama, sangre y semen. Las imágenes de Sebastián, su novio de tantos años, aquel hombre bueno y sincero al hablar, hacian contraste con la repulsión de aquel hombre que la había abusado sin su consentimiento. Aquel que la había hecho suya a la fuerza y quebrantó la virginidad que tanto guardó para su hombre.
Morirse era la única solución. Sabía que era pecado tentar sobre su propia vida, pero mayor pecado era seguir sintiendo ese dolor que le desgarraba el alma. Sabía que si lo hacia Dios se lo perdonaría, pues tenía una razón de peso para poder morirse. “Perdoname, Dios mío”, se dijo a sí misma. “Perdoname, pero este es mi destino.”
Volvió a su casa. Entró por la puerta de atrás para que nadie la viera subir. Se despojó de sus ropas y las lavó en el lavamanos. Las tendió en el tubo de la cortina del baño. Le puso un abanico enfrente para que avanzaran a secarse.
Se bañó con mucho jabón. Usó mucho jabón tratando de borrar cualquier huella dejada por el verdugo. De vez en cuando escupía con asco.
Mientras se bañaba pensó en como morirse.
Podía bajar y sacar del escritorio de su padre el arma que guardaba como seguridad. Un disparo certero en la cabeza sería lo idóneo. Una muerte rápida y sin dolor. Pero, no. Las manos de seguro la traicionarían y podía ser que quedara en coma por el resto de su vida. Esto sería un sufrimiento para sus padres.
Podía cortarse las venas y morir desangrada. Lentamente. Total, que era sufrir un poco más, de todos modos aquello acabaría. Pero, no. La idea de un charco de sangre la hizo desistir. No quería echar aperder la alfombra persa que tanto le había costado.
¡Ahorcarse! Pero, no. Eso le iba a dejar una marca en el cuello y de algo estaba segura: quería verse bella en su velorio.
Salió del baño. Se vistió con una bata de seda pura y blanca. Se perfumó con su colonia favorita de jasmines. Vistió su cama con sábanas blancas y un enorme almohadón. Salió al patio y recogió dos rosas blancas. Las deshojó sobre la cama.
Bajó a la sala y dio las buenas noches. Un beso a su madre y otro a papá.
Tomó el frasco de pastillas Zanax y tomó trece de ellas. Echó el frasco vacio en el zafacón para no dejar regeros. Y se acostó en la cama a esperar. Pensaba: “será una muerte digna como las de las princesas de los cuentos de Disney.”
Todo se puso oscuro. El tiempo transcurrió.
Un susurro le hizo abrir los ojos. Su verdugo la levantó con un beso y con voz dulce le dijo: “Buenos días amor”. Miró el anillo en su mano. Una lágrima cayó al vacio mientras veía al fondo su vestido de novia.