“Se murió el defensor del jíbaro”, decían muchos. Sentado frente a
la caja de imágenes que llenan las casas, y en vivo sin moverme del caserío, vi
como la carreta del Josco, que ahora miraba y lloraba desde los cielos, era
halada por dos bueyes que, junto a un pueblo cargando flores silvestres,
caminaba por los adoquines del viejo San Juan. Sus hijos, la viuda y un pueblo
lloraban la partida que, en sus estampas jíbaras describía el baquiné, sin
imaginarse que el suyo sería igual. La bandera que, aunque no estaba a media
asta en el país, sí lo estaba en el corazón y acompañaba al cuerpo a su morada
final en manos de niños y jóvenes que aprendieron el pasado gracias al jíbaro
nuestro. Peyo Mercé y Teyo García cargaban en brazos dos gallos, no para que
cantaran las mañanitas en su cumpleaños, sino para que cantaran huecamente la
partida del defensor del jíbaro. Las paredes del viejo San Juan y la vista del océano
fueron fieles testigos de la entrada al aposento: el cementerio que guardaría
sus restos mortales. El terrazo de los perros y el bagazo. Y habló el
despedidor de duelos, don Procopio, que con su traje negro de fúnebre y
sombrero de copa lloraba al defensor jíbaro. - Mi amigo me había anticipado en
vida que yo me encargaría de despedir su duelo – se ahogaba en llanto y
continuaba diciendo. – Don Abelardo murió físicamente, pero nunca espiritualmente
en cada corazón de aquellos que amaron su apasionada obra y su trayectoria
terrenal. El ataúd bajaba lento. La tarde caía. El mozambique volaba al
horizonte. Un aplauso unísono sellaba el baquiné y a lo lejos Abelardo decía:
“El que no defienda a nuestro jíbaro puertorriqueño se puede ir para las ventas
del carajo...”
viernes, febrero 17, 2006
El entierro (Estampa)
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario