Jesús y Marsol se habían conocido viviendo bajo un
puente cerca de la zona de Rio Piedras. El primero tendría unos 19 años recién cumplidos
y el segundo unos veintitantos.
Jesús era ponceño, pero estudiaba en la Universidad de
Puerto Rico. Su madre lo hacia residiendo en una de las casas de estudiantes
cerca del recinto, pues él nunca le había comentado que dormía en las calles.
No quería darle preocupaciones a su mamá con eso del dinero para pagar, así que
dormía allí y allá cada vez que podía. La universidad la pagaba la beca Pell
Grant y con el residual pagaba la comida del semestre que, por lo general, eran
unas sopas Maruchán de pollo y algún pedazo de pan viejo acompañados con una
Pepsi o una Malta India.
Marsol, por su parte, había llegado al área desde
Santa Isabel. Según él, había estado nadando y en un descuido se lo llevó una
corriente que lo lanzó al otro lado de la Isla. Jesús pensaba que estaba loco,
pero la verdad es que Marsol tenía un olor a pescado que solo él se lo
aguantaba. Incluso, llegó a pensar en cierta ocasión de que él era algún tipo
de raza alienígena por como respiraba. Marsol no era de mucho comer: unas
cuantas hojas de aquí y un par de sorbos de agua de allá eran suficientes para
mantenerlo con energía.
Su cuerpo era delgado y su piel de un tono grisáceo,
como el que tienen los indios de la India, que parecen hechos de un tipo raro
de material, pero cuando los miras bien te das cuenta de lo perfecta que es su
piel. Así era la de Marsol, rara pero perfecta. Su abdomen estaba marcado, según
él, por su habilidad para el nado. Decía que para nadar tienes que mover todos
los músculos del abdomen mientras lo mantienes lleno de aire. “Como los peces
globos”, se reía cuando hacia esa comparación. Tenía los cabellos largos hasta
los hombros y sus risos eran como un macramé, como esos que tienen las abuelas
en una esquina de la casa. Jesús pensaba que era lindo. Nunca se lo dijo, pero
lo pensó muchas veces.
A Marsol no le caía bien Jesús. Lo consideraba un burlón.
Siempre buscaba alguna manera de burlase de él ya fuera describiéndolo o mofándose
de su manera de caminar. Porque Marsol caminaba con el culo chupado hacia
dentro, como si lo jalaran por la tripa del ombligo. Eso le parecía chistoso a
Jesús y no perdía la oportunidad de hacérselo saber con bromas y chistes.
Por su parte, Jesús pensaba que Marsol era un ogro.
Pocas veces se sonreía, lindo, pero ogro. Tenía una dentadura perfecta que si
fuera un verdadero ogro verde podría comerse a Jesús de un solo mordisco.
Habían pasado una semana juntos durmiendo bajo el
puente. Jesús en un recoveco cerca de donde terminaba una de las columnas para
cubrirse de la brisa. Marsol a la intemperie. Casi nunca se hablaban. No hasta
la noche que Jesús vio a Marsol masturbarse, desnudo completamente, bajo la luz
de la luna llena, cuando todavía ésta existía y las noches eran de baños de luz
y estrellas.
Era perfecto. Su sombra parecía un mismísimo dios
griego. Su verga larga era impresionante. Jesús se acercó de manera sigilosa,
pero Marsol se había dado cuenta y se puso justo en frente de él. Puso su miembro
cerca de su cara y Jesús abrió la boca que fue llenada de inmediato. Marsol lo
puso de pie, lo viró de espaldas y le introdujo todo aquello con una fuerza que
nunca había sentido. Se movía como un mismísimo pez en el agua y no paró hasta
llenarlo de sus líquidos. Jesús solo gemía de placer mientras que pedía más de
aquella montuosidad. Marsol lo hizo suyo dos veces aquella noche hasta quedarse
dormidos, desnudos, uno al lado del otro.
En la mañana, Marsol ya había desaparecido. Jesús jamás
volvió a saber de él a pesar de que lo ha buscado por mar y tierra. El tipo no
tiene redes sociales ni nadie lo conoce en el pueblo de donde dijo que era. Al
menos nadie lo conoce por ese nombre, aunque muchos le han dicho que han visto
a un hombre nadar hacia mar a dentro en las noches y gritar hacia la inmensidad
del océano como si estuviera buscando algo o a alguien.